OBRA DEL PINTOR VALENCIANO RAFAEL REYES TORRENT
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
http://www.franciscanos.org/oracion/nomemueve.html
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
http://www.franciscanos.org/oracion/nomemueve.html
Han sido muchos los intentos de
atribución de este soneto a uno u otro autor, sin que la crítica
se haya sentido suficientemente comprometida a corroborar una autoría,
falta de argumentos probatorios suficientes. San Juan de la Cruz, santa Teresa,
el P. Torres, capuchino, y el P. Antonio Panes, franciscano perteneciente a la
Provincia de Valencia, figuran entre otros de probabilidad más dudosa.
La atribución a los dos carmelitas responde al tema del amor
desinteresado, que anticipa la mística franciscana, de donde bebe santa
Teresa, al menos. El estilo que muestra el soneto, rico en juegos formales, no
nos recuerda la riqueza imaginativa que singulariza al de Fontiveros, ni el
más simple y llano de la santa abulense. Consta, además, en
cartas que conserva la Orden, que antes de las fechas en que vive el P. Torres,
los misioneros franciscanos enseñaban este soneto y el Bendita sea
tu pureza, del P. Panes, a sus indios americanos, como oraciones
cotidianas de la propia devoción seráfica.
El soneto, por su perfecta factura, figura
como modélico en todas las antologías que se precien, desde que
lo incluyó en la suya de las Cien Mejores Poesías de la
lengua castellana don Marcelino Menéndez Pelayo.
Nunca el amor a Cristo crucificado
había alcanzado tal grado de pureza e intensidad en la sensibilidad de
la expresión poética. En fechas en que la superficialidad cifraba
en el temor al destino dudoso del hombre en el más allá, la
moción de la piedad popular, este poeta acierta a olvidar premios y
castigos para suscitar un amor que, por verdadero, no necesita del acicate del
correctivo interesado, sino que nace limpio y hondo de la dolorosa
contemplación del martirio con que Cristo rescata al hombre. Esa es la
única razón eficaz que puede mover a apartarse de la ingratitud
del ultraje a quien llega a amarte de manera tan extrema.
Concluido el desarrollo del tema en el
espacio de los dos cuartetos, trazada la preceptiva línea de
simetría armoniosa que distingue y define la bondad del soneto
clásico, vuelven a retomar el desarrollo temático las dos
estrofas restantes, mediante cambios sintácticos que encadenan sucesivas
concesiones ponderativas, tendentes a reforzar de manera excluyente y
convencida el propósito de amar a Cristo por encima de cualquiera otra
consideración espúrea y cicatera.
El estilo es directo, enérgico, casi
penitencial por lo desnudo de figuras y recursos ornamentales. No es la belleza
imaginativa del lenguaje lo que define a este soneto, sino la fuerza con que se
renuncia a todo lo que no sea amar a cuerpo descubierto a quien, por amor,
dejó destrozar el suyo. El lenguaje, renunciando a los afeites del
lenguaje figurado, se atiene y acopla, en admirable conjunción, desde la
forma recia y musculosa, a la mística desnudez del contenido. (Fr.
Ángel Martín, o.f.m.)
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